[Mar Ruiz, "Comer de una beca", en El País Semanal, nº1308, 21 de oct de 01]
Selección de un artículo publicado en El País Semanal, texto de Mar Ruiz y fotografías de Carlos Serrano, sobre la situación de los becarios de investigación en España. Los cuatro becarios seleccionados en toda España para el reportaje fueron: Montserrat Gimeno, Lda. en Ciencias del Mar; Cristina Azín, Lda. en Veterinaria; Vicent Guillem, Ldo. en Ciencias Químicas; Pep Bruno, Ldo. en Filología Hispánica. El artículo habla de la situación de los Becarios de Investigación en España, un tema por el que estuve luchando unos cuantos años y que ahora, años después de dejar la beca, está empezando a dar sus frutos. Más información en la web de www.precarios.org [Si quieres la noticia íntegra podría enviártela por correo electrónico] Aquí pongo sólo el texto que habla de mi trabajo como becario-precario. [pincha en la imagen para verla más grande y leer el texto]
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[publicado en El Decano de Guadalajara, enero de 2001]
Antes de comenzar mi relato debo advertir que las líneas que siguen son el resultado de nueve días de estancia en Guadalajara, de los que aproximadamente uno y medio los pasé entre aviones y aeropuertos, y cuatro trabajando en la Feria Internacional de Literatura, por lo que casi se trataría de un paseo de tres días y medio. Pero tampoco es verdad, porque la estancia en el hotel Cervantes, casi en pleno centro de la ciudad, las carreras en taxi, las conversaciones con los lugareños, las comidas y bebidas tan diferentes… todo me hacía recordar a cada momento que me encontraba en Guadalajara, en México. Pero aun así, nueve días no dan para mucho cuando se trata de conocer una ciudad, sobre todo de una ciudad más grande y bastante más extensa que Madrid. Por eso quería hacer esta pequeña advertencia al comenzar mi relato, para disculpar de antemano las ausencias, que las habrá, los datos despistados, que serán muchos, y la regular calidad de las fotos, por no decir mala. A pesar de todo me dispongo a traer aquí la Guadalajara en la que viví durante nueve días y por la que caminé con ojos curiosos.
Después de casi dieciséis horas de vuelo, con trasbordo incluido en México D.F., llegamos al aeropuerto de Guadalajara, capital de Jalisco. Eran las 11 de la noche hora local, las 6 de la mañana hora española.
Nada más tomar tierra recibimos la primera impresión de la ciudad mexicana: un fuerte olor a azufre, desprendido por una fábrica cercana. Desde entonces hubo algo que no dejó de acompañarnos durante toda la estancia: los múltiples olores, infinitos matices. Guadalajara, llamada la Ciudad de las Rosas, es una ciudad viva de aromas, aquí siempre huele a algo: a chocolate, a tortillas de maíz, a dulce, a aire cansado, a chile demoledor, a fritanga, a tubo de escape, a trapos, a orines, a papel, a agave, a flores exóticas, a piedra vieja, a frutos extraños, a cuero y a zapato nuevo, a mimbre reciente… La ciudad entera es una nariz.
Guadalajara está situada a más de 1.500 metros sobre el nivel del mar, es la segunda ciudad más importante de los Estados Unidos de México (la primera es México Distrito Federal, una urbe monstruosa con más de 23 millones de habitantes y cuya vía principal, Insurgentes, mide unos 72 km.). Guadalajara es la capital del estado de Jalisco y cuenta con más de 6,3 millones de almas. Al no haber grandes edificios, sino pequeñas casas de planta baja, las viviendas ocupan una extensa superficie (las distancias siempre son grandes en esta ciudad).
El cambio horario hizo que a las 6 de la primera mañana allí, muchos de nosotros ya nos hubiéramos duchado y tratásemos de engañar el tiempo con alguna lectura perezosa o viendo amanecer. A las 7,30 el restaurante del hotel estaba sirviendo desayunos a españoles.
Era domingo por la mañana, temprano; por las calles circulaban pocos coches, dábamos nuestro primer paseo por Guadalajara, la Guadalajara de México, la Perla de Occidente. Recuerdo que no podía dejar de sentir que me encontraba en un lugar extraño: marcas de coches desconocidas, fachadas pintadas y repintadas de diversos colores pero siempre oscurecidas por la contaminación, aceras muy caminadas, árboles con grandes flores rojas y, poco a poco, gente que se desperezaba y salía a la calle.
Una de las mejores cosas de México es su gente. Los mexicanos son personas sosegadas, de ritmo dulce, de hablar paciente, que disfrutan platicando largo tiempo. Claro que hablar de personas (y de algún modo, de estereotipos) siempre es peligroso, pero lo cierto es que en nuestro paseo siempre topamos con gente amable, con mexicanos de ademanes suaves y de conversación agradable. Valga para ilustrar este carácter moderado del que hablo lo que sigue: una noche volvíamos en taxi al hotel, pero en una rotonda un todoterreno inmenso se nos echó encima, el accidente no fue de importancia, al menos para los ocupantes de ambos coches, pero el taxi sufrió serios desperfectos en un lateral. En menos de un minuto, y como quien está hablando de una puesta de sol (desde luego sin elevar el tono de voz ni perder el humor) los dos conductores acordaron ir a juicio porque ninguno de ellos quería asumir la culpa.
Nos engañó ese domingo por la mañana. La ciudad no suele estar así de tranquila el resto de la semana, ni siquiera el domingo por la tarde. Guadalajara acostumbra a estar tomada completamente por sus habitantes. Sus calles están atoradas de coches (que son conducidos diabólicamente por los sosegados que antes dije), coches viejos viejísimos, coches ruidosos y oxidados, volkswagen escarabajos de los de antes (en México es el único sitio del mundo que siguen fabricándose)… pero también coches último modelo, silenciosos, brillantes, inmensos… Los grandes contrastes. México (lo poco que conozco de México) es un país de grandes contrastes; Guadalajara, claro, también lo es.
Pero hablaba de las calles de la ciudad. Quizás sea por su clima primaveral, con una media anual que oscila entre los 20 y los 25 grados de temperatura (la época lluviosa es de junio a septiembre); o por el ascendiente latino fruto del mestizaje; o por otras razones que desconozco, lo cierto es que las calles de la ciudad están tomadas por la gente.
Ese primer domingo que pasamos en Guadalajara pudimos caminar por el centro histórico, completamente lleno de tapatíos (así se conoce a los guadalajareños de Jalisco) paseando, comiendo, jugando, charlando, viendo los múltiples espectáculos de calle, bebiendo, descansando, observando monumentos y estatuas, bailando, atendiendo a los vendedores ambulantes y a los charlatanes, mirando escaparates, haciéndose fotos… las calles tomadas por sus habitantes. Calles vivas, bullentes, cerradas al tráfico y abiertas a las personas, por donde caminar pacientemente, viviendo sin prisa, con deleite; calles en las que se come, se ama, se crece y se duerme; calles que son intensamente vivas, que son vida.
Algunos días después volvimos a pasear por el centro histórico, quizás fue un miércoles o un viernes. Y pudimos detenernos en algunos de sus lugares más emblemáticos. Visitamos la catedral, culminada con dos peculiares torres en forma de aguja y de color amarillo (su perfil es el símbolo de la ciudad). La catedral, que comenzó a construirse en el siglo XVI sufrió varias demoras y desperfectos a causa de los terremotos y terminó de construirse en el siglo pasado, por lo que aglutina distintos estilos y conceptos estéticos. Para ser sincero diré que me gustó más por fuera que por dentro, aunque sí me llamó la atención el silencio y el recogimiento que había en su interior (también me entretuve un rato mirando la mano momificada de Santa Inocencia, mano que la catedral alberga).
La catedral está rodeada por cuatro plazas: frente a ella la plaza de la Libertad, con una gran fuente. A su izquierda se encuentra la plaza dedicada a los Hijos Esclarecidos de Jalisco, un parque en cuyo centro hay una arcada circular, alrededor de la cual están las estatuas de los hombres y mujeres ilustres del Estado de Jalisco: insurgentes, juristas, rebeldes, políticos, trabajadoras sociales, educadores, benefactores… todos perviven en la memoria de la comunidad. Detrás de la catedral está la plaza de la bandera. Allí ondea la bandera de México entre dos grandes fuentes. Al fondo está el Teatro Degollado, otro edificio ilustre erigido por un político apellidado Degollado y que murió sin hacer honor a su apellido; el teatro estaba en obras así que no pudimos contemplar la tan alabada decoración interior.
Me llamó la atención ese cuidado de los mexicanos por hacer patria: conservar la memoria de los hombres ilustres, homenajearlos, dedicar calles, plazas y edificios, llenar la ciudad de estatuas y placas que los recuerden. Pero también recordar fechas, hechos, mantener presentes los símbolos y señales de identidad. Parece ser que en todas las ciudades hay una importante plaza dedicada a la bandera.
A la derecha de la catedral hay una cuarta plaza, la plaza de la constitución (antigua plaza de Armas), con un quiosco de música de hierro forjado. En esta plaza se encuentra el Palacio de Gobierno. Este palacio, que sirvió como sede para la Audiencia de Nueva Galicia (sólo había dos Audiencias en el Reino de Nueva España, una de ellas en Guadalajara; de hecho el traslado de esta Audiencia supuso un verdadero aldabonazo a la ciudad, creciendo en importancia y empezando a desarrollar el comercio y la industria que le han caracterizado hasta nuestros días) comenzó a construirse a principios del siglo XVI y no se terminó hasta finales del XVIII. Su fachada, con amplios balcones y proporcionadas ornamentaciones es de estilo churrigueresco. En el Palacio de Gobierno, igual que en el Hospicio Cabañas, hay murales de Orozco, uno de los pintores mexicanos más importantes de este siglo.
El centro histórico continúa detrás del Teatro Degollado, allí se encuentra el lugar preciso en el que se fundó la ciudad por cuarta y definitiva vez, un mural lo recuerda. Toda esa zona está llena de edificios históricos reseñables: los juzgados, algunos antiguos palacetes que ahora son hoteles, etc. Paseando por la vía peatonal principal (o las paralelas) seguimos encontrando multitud de puestos y vendedores de los más diversos productos (recuerdo a un camarero del restaurante El Mexicano sentado frente a la puerta y voceando desde un micrófono: “muchos no comen por no gastar, y eso, señores, es pecado mortal…”).
En un pequeño parque del lugar nos vino la gran emoción, allí, junto a un busto de Beethoven y otro de Fray Bartolomé de las Casas, había un dibujo sobre baldosas del Doncel de Sigüenza. También descansa el Doncel en México, eternamente leyendo, en un delicioso rincón, arropado por los indios y sus puestos de artesanía.
Después de un buen trecho llegamos hasta la fuente que recuerda al dios Quetzatcoatl, y al fondo del paseo se puede ver el Hospicio Cabañas. Dentro de este último además de ver los murales de Orozco, se puede pasear por sus patios coloniales llenos de pequeños rincones sugerentes.
Cerca del Hospicio está otro de los sitios más interesantes del centro, el mercado de Libertad (o de San Juan), un impresionante mercado llenísimo de puestos en los que se puede ver, oler, comprar, comer… casi de todo. Un apasionante laberinto en el que perderse. Y junto a él, está la típica plaza de los mariachis. Los mariachis y la cerveza coronita son dos de las aportaciones de Guadalajara al estereotipo de México en el mundo. Quizás aquí podría incluir también el tequila (el pueblo de Tequila está muy cerca de Guadalajara) y la artesanía de Tlaquepaque.
Fuera del centro histórico hay otros lugares interesantes para visitar, por ejemplo, muy cerca se encuentra la pequeña iglesia de Nuestra Señora de Aranzazu. Pero hay otros lugares bastante alejados que también merecen la pena una escapada.
Guadalajara ha absorbido a varios pueblos cercanos, convirtiéndose estos en barrios de la gran ciudad. Merece la pena ir a visitar al menos tres: Tlaquepaque, que era el lugar en el que los señores ricos de Guadalajara tenían su casa de verano. Es un pequeño barrio-pueblo completamente turístico, con sus fachadas pintadas y con sus productos típicos de artesanía, un paseo agradable lleno de patios en umbría, de tiendas cuidadas y de restaurantes en los que degustar la comida mexicana con rumor de fuentes y música en vivo.
Otro barrio-pueblo es Tonalá (que en lengua indígena significa Lugar por donde sale el sol). Allí Nuño Beltrán tuvo una cruenta batalla contra los tonaltecas; fue, además, uno de los lugares en los que inicialmente se fundó la ciudad. Lo típico de Tonalá es el “tianguis”, el mercado. La calle y sus fachadas de colores imposibles, se convierte en un infinito desfile de puestos inverosímiles lleno de gente curioseando, comprando, comiendo, durmiendo… la calle de nuevo es el lugar de vida.
Un tercer lugar es Zapopán. Allí está la Basílica de la Virgen de Zapopán, venerada en todo México. En este término municipal se encuentran peculiares espacios naturales como la Barranca, la Cola de Caballo (más de 150 mts.), el Géiser y el inmenso parque de La Primavera.
Fueron pasando los días con sus placeres y sus trabajos. Paseamos mucho por la zona vieja y los lugares de los que les hablé; también comimos la comida típica de allí, de Guadalajara, que es la Birria, una especie de guisado de carne de cabra (chiva), y las Tortas Ahogadas, que no tienen nada que ver con los bizcochos borrachos, son unas tortas de maíz ahogadas en una salsa tan picante que hasta los mexicanos reconocen que pica (para el osado turista recomiendo que las pida a medio ahogar, o mejor, salvas del todo…); por supuesto bebimos cerveza coronita y margaritas (tequila con limón, sal y hielo picado, nada que ver con lo que se bebe por aquí. Delicioso); nos perdimos en el mercado y entre los “tianguis” callejeros; y también nos escapamos algún día a los alrededores de Guadalajara.
Guadalajara está rodeada de un bosque de caducifolias que pierden la hoja en mayo, un sorprendente paisaje en el que es relativamente fácil ver coyotes y zopilotes (buitres más pequeños); además se pueden ver las plantaciones de agave, planta de la que se fabrica el tequila. Y hablando de tequila. Dos son las excursiones que les proponemos si quieren escaparse de Guadalajara: una es a la propia ciudad de Tequila, donde, además de ver los edificios y lugares con historia, podrá visitar el museo del tequila, allí aprenderá cómo lo fabrican y podrá degustar algunas de sus variedades. Les aconsejo que vayan en tren.
La otra escapada la podrán hacer al lago Chapala. Es el lago más grande de México y está a unos cincuenta kilómetros de Guadalajara (una hora en autobús, saliendo de la Estación Central Vieja). Chapala es un lago natural inmenso, como medio mar, y está rodeado de pequeños pueblos dedicados al turismo y a los lugares de reposo (hay muchos balnearios por la zona: San Juan de Cosalá y Aguascalientes, por ejemplo). Nosotros estuvimos paseando por Ajijic y por Chapala, dos pueblitos deliciosos con calles empedradas y fachadas pintadas, con casonas pintorescas y mesones en los que picaba hasta el aire. En Ajijic disfrutamos de un buen paseo y de una mejor comida (el eterno guacamole, las quesadillas y los frijoles) viendo la puesta de sol sobre aquel inmenso lago.
Y eso es todo, que no es mucho. Unas breves líneas intentando atrapar una enorme ciudad, la ciudad homónima que fundó Nuño Beltrán de Guzmán. Una ciudad, Guadalajara, la ciudad Tapatía, que nos regala lo mejor que tiene en su gente, amable, respetuosa y muy entrañable. Un lugar para volver.
[publicado en El Decano de Guadalajara, octubre de 2000. Fotografías de Raquel Triguero]
[a Antonio Castillo, que me enseñó a mirar los muros]
Sobre las puertas de madera de una antigua carpintería de Usanos se puede leer lo siguiente: “La berdad bale, la mentira cae”, se sonríe uno al ver palabras mal escritas y piensa en la deficiente ortografía de quien escribió. Pero la pintada, que ya cumplió más de medio siglo, tiene su razón de ser y sigue, hoy en día, denunciando un hecho injusto de principios de posguerra; hasta las faltas ortográficas demuestran una sutileza y una ironía que con el paso de los años puede no comprenderse, pero que en aquella época fue motivo de escándalo, de risa, de disputa y, para nada, de indiferencia.
Los muros de la calle no se edificaron para sustentar casas, ni para albergar ventanas, ni siquiera para cobijar jardines cerrados. Los muros de la calle se erigieron para servir como altavoz de los que no tenían otros medios. Paredes que son páginas en blanco, soporte de palabras de amor, de protesta, de agradecimiento, de lucha. Los muros de la calle se construyeron para que el pueblo dijera bien alto lo que tenía que decir, para que todos vieran, oyeran, hablaran de tantas palabras de amor, de tantos mensajes de lucha, de tanta voz que no quiere callar. Y así desde Pompeya, desde las paredes de los templos aztecas, desde las catacumbas de Roma, desde las cárceles inquisitoriales y los campos de concentración nazis. Nadie pudo ocultar esas palabras que sobrevivieron a la injusticia y, en muchos casos, a la barbarie.
Pero no sólo se escribió. Los muros también fueron lienzo siempre dispuesto para el arte, para el símbolo, para el gráfico preclaro y sorpresivo, casi siempre alternativo, marginal. De lejos proviene la tradición del trazo nacido bajo el cobijo de la noche y las sombras. El Vesubio conservó para nosotros algunos ejemplos mordaces de dibujos obscenos que pretendían la burla y la protesta. Pero más, mucho más atrás, ya las paredes fueron reposo de la inquietud del hombre, como ejemplo recuérdense los bisontes primordiales de Altamira
Después del mayo francés de 1968, uno de cuyos lemas fue “los muros tienen la palabra”, y de la aparición del aerosol, el arte de expresarse sobre las paredes de la calle tomó un nuevo impulso en Norteamérica. Fue el nacimiento del graffiti y de toda una cultura del aerosol, graffiteros y su moda, su música, su jerga especial… en suma, un modo de entender la vida. Y llegaron los tag (la firma sencilla –un solo trazo, rápido, de un único color- en las paredes, ¿quién no se acuerda de Muelle, de Oi?), los flat (firmas artísticas), las piezas (firmas consideradas obras de arte), los grandes murale, etc.
Los graffiti son, con su peculiar modo y estilo, combinando colores atípicos, destellos, ángulos, deformando la realidad para atraparla y denunciarla, o recrearla, o hacerla eterna… el arte generoso y marginal que nunca se encontrará en los museos, porque las calles son su casa y los paseantes sus críticos. Los graffiti nacen en una esquina de la noche para gritar a plena luz del día.
La ciudad es más de todos cuando tiene algunas paredes pintadas, cuando alberga firmas de personas que ahora son menos anónimas, cuando soporta los sueños, las denuncias, las miradas geniales de artistas marginales, cuando permite los juegos de palabras en sus escaleras, cuando homenajea a los mitos contemporáneos (Marley, Jordan, etc)… Digo que, entonces, llena de paredes a gritos, de destellos de color, de firmas ilegibles, la ciudad es más de todos.
[más información sobre este tema en: Antonio Castillo Gómez, “Paredes sin palabras, pueblo callado ¿Por qué la historia se representa en los muros?”, en Los muros tienen la palabra. Materiales para una historia de los graffiti, Valencia, Universidad de Valencia, 1997, pp. 213-245]
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