Estoy preparando materiales para cuando voy de visita a los centros como autor, para que los niños y niñas vean la tramoya del proceso creativo y también propuestas para que los profesores y profesoras puedan sacarle todo el jugo a los libricos que he escrito. Es un trabajo que me está llevando bastante tiempo y con el que estoy disfrutando mucho. Pero vayamos al grano.
Resulta que buscando materiales para La cabra boba recordé esta vieja foto que no me resisto a enlazar.
UNA FOTO
(y debajo una historia)
(y una historia)
Aquí estoy, en el pueblo, con mis juguetes, una huevera de cartón y un cubo lleno de piedras, palos, y otros achipierres. Pero es la hora en la que llegan las cabras, la Vitorina las trae al pueblo y las suelta para que cada cabra vaya a su corral. Tenía mala suerte yo porque entraban al pueblo por la calle donde estaba la casa de mi abuela (sí, ahí puedes ver a la yaya) y justo en el poyo de la pared las cabras se paraban a lamer la sal que les dejaban. Aunque en esta foto ves apenas unas pocas cabras a veces se juntaban más de cincuenta (mis recuerdos aumentan el número hasta cientos de ellas, un mar, un ejército quijotesco de cabras que me envolvía y me arrastraba...)
Muchas veces sucedía que estábamos tan absortos en nuestros juegos que cuando llegaban las cabras de pronto estábamos rodeados por ellas y no podíamos movernos, y eso nos daba miedo. Recuerdo el olor tan penetrante, el grupo tan compacto, el pelaje áspero de los animales, el rastro de cagarrutas, los machos cabríos con sus cuernos enormes y, sobre todo, el peligro de que te cagara el moscón (no sé exactamente en qué consistía esta cosa, pero de pequeños pensábamos que las moscas que acompañaban a los rebaños podían poner huevos en el lagrimal de los ojos y, ¡horror! nacerían gusanos en tus ojos... en fin, algo espeluznante para un niño).
Como ves, mi historia con las cabras viene de lejos.