[publicado en El Decano de Guadalajara, octubre de 2000. Fotografías de Raquel Triguero]
[a Antonio Castillo, que me enseñó a mirar los muros]
Sobre las puertas de madera de una antigua carpintería de Usanos se puede leer lo siguiente: “La berdad bale, la mentira cae”, se sonríe uno al ver palabras mal escritas y piensa en la deficiente ortografía de quien escribió. Pero la pintada, que ya cumplió más de medio siglo, tiene su razón de ser y sigue, hoy en día, denunciando un hecho injusto de principios de posguerra; hasta las faltas ortográficas demuestran una sutileza y una ironía que con el paso de los años puede no comprenderse, pero que en aquella época fue motivo de escándalo, de risa, de disputa y, para nada, de indiferencia.
Los muros de la calle no se edificaron para sustentar casas, ni para albergar ventanas, ni siquiera para cobijar jardines cerrados. Los muros de la calle se erigieron para servir como altavoz de los que no tenían otros medios. Paredes que son páginas en blanco, soporte de palabras de amor, de protesta, de agradecimiento, de lucha. Los muros de la calle se construyeron para que el pueblo dijera bien alto lo que tenía que decir, para que todos vieran, oyeran, hablaran de tantas palabras de amor, de tantos mensajes de lucha, de tanta voz que no quiere callar. Y así desde Pompeya, desde las paredes de los templos aztecas, desde las catacumbas de Roma, desde las cárceles inquisitoriales y los campos de concentración nazis. Nadie pudo ocultar esas palabras que sobrevivieron a la injusticia y, en muchos casos, a la barbarie.
Pero no sólo se escribió. Los muros también fueron lienzo siempre dispuesto para el arte, para el símbolo, para el gráfico preclaro y sorpresivo, casi siempre alternativo, marginal. De lejos proviene la tradición del trazo nacido bajo el cobijo de la noche y las sombras. El Vesubio conservó para nosotros algunos ejemplos mordaces de dibujos obscenos que pretendían la burla y la protesta. Pero más, mucho más atrás, ya las paredes fueron reposo de la inquietud del hombre, como ejemplo recuérdense los bisontes primordiales de Altamira
Después del mayo francés de 1968, uno de cuyos lemas fue “los muros tienen la palabra”, y de la aparición del aerosol, el arte de expresarse sobre las paredes de la calle tomó un nuevo impulso en Norteamérica. Fue el nacimiento del graffiti y de toda una cultura del aerosol, graffiteros y su moda, su música, su jerga especial… en suma, un modo de entender la vida. Y llegaron los tag (la firma sencilla –un solo trazo, rápido, de un único color- en las paredes, ¿quién no se acuerda de Muelle, de Oi?), los flat (firmas artísticas), las piezas (firmas consideradas obras de arte), los grandes murale, etc.
Los graffiti son, con su peculiar modo y estilo, combinando colores atípicos, destellos, ángulos, deformando la realidad para atraparla y denunciarla, o recrearla, o hacerla eterna… el arte generoso y marginal que nunca se encontrará en los museos, porque las calles son su casa y los paseantes sus críticos. Los graffiti nacen en una esquina de la noche para gritar a plena luz del día.
La ciudad es más de todos cuando tiene algunas paredes pintadas, cuando alberga firmas de personas que ahora son menos anónimas, cuando soporta los sueños, las denuncias, las miradas geniales de artistas marginales, cuando permite los juegos de palabras en sus escaleras, cuando homenajea a los mitos contemporáneos (Marley, Jordan, etc)… Digo que, entonces, llena de paredes a gritos, de destellos de color, de firmas ilegibles, la ciudad es más de todos.
[más información sobre este tema en: Antonio Castillo Gómez, “Paredes sin palabras, pueblo callado ¿Por qué la historia se representa en los muros?”, en Los muros tienen la palabra. Materiales para una historia de los graffiti, Valencia, Universidad de Valencia, 1997, pp. 213-245]