Así comenzó todo

Lo cierto es que esta aventura comenzó casi por casualidad. Yo empecé contando cuentos a adolescentes (mi primera sesión completa fue en un instituto de secundaria) y a adultos, y mi repertorio por aquel entonces estaba formado básicamente por cuentos propios (ay madre, hablo de hace muchos años). Pero a los jóvenes les gustaban los cuentos de miedo y yo no tenía ningún cuento de miedo, por eso cuando iba a contar a un instituto sentía que no estaba siendo honesto y que me faltaba algún cuento de este tipo, siempre tan del gusto de los jóvenes.

Pasé muchos meses (en realidad años) leyendo literatura de terror, suspense, miedo... pero no encontraba nada que encajara con lo que andaba buscando. Probé con leyendas urbanas, cuentos de autores clásicos del género, recopilaciones de cuentos (especialmente de la fantástica editorial Valdemar)... pero nada, que no atinaba.

Fue entonces cuando decidí buscar en mis propios miedos: indagar en mi propia historia y en los hechos o momentos que más miedo me han provocado. Tampoco eso funcionó muy bien porque los miedos son algo relativo y cambiante (ahora me da miedo que mis hijos se pierdan, por ejemplo). Sin embargo esto me dio la pista: podía buscar en mis miedos de cuando tenía la misma edad de los chavales a los que yo estaba contando ahora, y me centré en mis recuerdos de los 13-17 años.

Así fue como busqué (y encontré) la materia con la que edificar la historia. Y también el lugar que habitaría: el pueblo de mi infancia, Selas. A partir de ahí todo resultó, de alguna manera, más sencillo.

 

Selas

 

La casa del forestal

Una vez encontrada la semilla sólo hubo que regarla y darle viento y sol para que germinara de palabras. La historia comenzó a crecer muy despacio, de hecho al principio era apenas un cuento de un par de minutos que contaba al final de las sesiones para adolescentes (mira, aquí lo explico con más detalle). Sin embargo resultó ser poderosa y fue creciendo, por eso cada vez que la contaba pedía más espacio, más palabra, y se iba desplegando por un territorio que conocía bien: Selas, sus calles y sus montes.

Como era en parte recuerdo y vivencia la narración usaba naturalmente las mismas estrategias que las leyendas urbanas (que tan bien funcionan con los jóvenes y adultos) y rápidamente se acomodó a los gustos de este público.

Cuando me di cuenta la historia ocupaba más de cuarenta minutos y tuve, de hecho, que recortar partes porque a veces desbordaba los periodos de clase de los institutos y el timbre sonaba en el momento más emocionante.

Ocurrieron también dos cosas de interés:

Por un lado la historia, que en un principio era solo de miedo, dejó de serlo. El motivo era muy sencillo, cuando llegaba al final el público estaba en un nivel muy alto de tensión y "pasaban cosas": profesores que salían corriendo de la sala (esto es verídico), gente que se mordía la lengua, o les sangraba la nariz, o lloraban sin poder evitarlo... no es que yo sea la leche, es que este cuento tiene un momento brutal al final. Y como el miedo es incontrolable, pues decidí bajar ese nivel de tensión incluyendo momentos de humor en la narración. Funcionó.

Por otro lado el público, una vez finalizado, demandaba algunas respuestas que la narración no daba (las preguntas sí estaban implícitas) y cada vez era mayor el tiempo que dedicábamos a conversar una vez teminada la sesión.

De hecho fue así como, casi sin proponérmelo, esta sesión casi se duplicó pues no solo había que dedicar tiempo a responder y conversar y contar algunas cuestiones de la historia contada, sino que también había una pregunta recurrente cuya respuesta devino en una nueva historia, así fue como nació "El origen de la casa del forestal", una historia de unos 20-30 minutos que en ocasiones cuento detrás de la primera narración. Y digo en ocasiones porque, como os podéis imaginar, es difícil contar con dos periodos seguidos de clase para dedicarlos a contar durante una hora y media.

 

Selas nevada

 

La materia de Selas

Pero si uno cuenta siempre lo mismo, por muy bien que funcione, puede acabar "muriendo de éxito". Necesitaba renovar mi repertorio para jóvenes pues había institutos a los que volvía cada año. Barajé distintas posibilidades y, finalmente, decidí seguir explorando este territorio de ficción que ya tenía edificado, y fue así como nació "La materia de Selas", es decir, historias que ocurrían en un mismo espacio imaginario, con lugares y personajes comunes, pero con historias diferentes. 

En 2012, tras varios intentos previos, comencé a trabajar en la segunda sesión que transcurría en Selas: "La Cándida y el molino viejo", una historia más compleja y con un marco narrativo con mucho poderío en el conjunto y en el que se encajaban inicialmente tres historias pero que, finalmente, fueron dos. Mi intención era crear un espectáculo de narración oral de manera diferente a como lo había hecho en otras ocasiones, es por ello que dediqué bastante tiempo al trabajo de cocina y, por si resultaba de interés, lo compartí en varias entradas en el blog: 

El estreno fue en marzo de 2013 y, vistos los buenos resultados, ese mismo año comencé a darle vueltas a una nueva sesión que también encajara en la materia de Selas. Así fue como en marzo de 2014 estrené "La mano sin cuerpo", con una propuesta diferenciada de creación (intento siempre seguir caminos distintos: da más frescura al trabajo) y con estas completas notas de las visicitudes del estreno y los cambios que tuve que hacer para terminar de ajustar la historia:

Así pues hoy en día me encuentro con una sesión doble y dos sesiones completas, casi cuatro horas de cuentos que suceden en este territorio de ficción que es mi Selas. Toda una aventura. 

 

Las llamadas y otras cuestiones de oralidad

Para dar una cierta unidad a todos los materiales no solo las acciones transcurren en espacios comunes y con personajes comunes, si no que hay, además, momentos comunes y llamadas de una sesión a otra. Por ejemplo: el motivo por el que la casa del forestal está embrujada (primera sesión) se descubre en la tercera sesión; o por ejemplo en la segunda sesión el molinero es descubierto por un grupo de chavales que están haciendo algo en la primera sesión (no quiero dar más pistas): y los chavales que han escuchado alguna sesión antes pueden reconocer esos vínculos, como de hecho sucede. 

Ocurre además que los personajes van ganando psicología de una historia a otra y los espacios también adquieren su propio carácter, su propio misterio.

Tan centrado he estado con este asunto que he escrito incluso un libro (que nada tiene que ver con estas sesiones de cuentos) y que transcurre también en Selas, se trata de Los días pequeños, no dejes de echar un vistazo.

 

Algunas curiosidades

 

Más información

Para más información sobre cada sesión en concreto puedes hacer clic en los carteles.

 

LA CASA DEL FORESTAL

          

LA CÁNDIDA Y EL MOLINO VIEJO

        LA MANO SIN CUERPO
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Paquito

 

El verano lo pasábamos en el pueblo. Allí nos encontrábamos todos y jugábamos sin pausa hasta agotar los días. Pero ese verano fue distinto, ese verano nos trajo a Paquito enfermo.

El médico decía que el niño estaba demasiado débil, ordenaba entonces que para que la comida le alimentara más tenía que masticar cada bocado treinta y tres veces en cada lado de la boca, lo que hacía un total de sesenta y seis veces de molicie antes de tragar. Paquito siempre había sido lento en esto del comer, pero ahora, con las nuevas instrucciones, Paquito no se levantaba de la mesa, enlazaba el desayuno con la comida, la comida con la merienda, y la merienda con la cena. Cuando acababa de cenar era tan tarde que se iba directamente a la cama. Así, los días de Paquito pasaban sentados a la mesa, acompañados por su madre, otras veces por su hermana y, casi siempre, por su abuela, junto a la ventana que daba a la calle donde jugábamos nosotros.

Al principio los amigos esperábamos al otro lado de la ventana a que terminara de comer para ir todos a jugar, pero al tercer día de espera comprendimos que Paquito iba a pasarse todo el verano masticando, así que desde entonces nos limitamos a jugar frente a su ventana o a saludar cada vez que bajábamos la cuesta con las bicis y pasábamos bajo su mirada, entonces gritábamos “Paquitoooooooo”, que era como nuestro “Jerónimo” de la cuesta abajo en bici y sin frenos. 

El médico seguía yendo a ver a Paquito, trataba de comprender por qué a pesar del reposo y de la sosegada alimentación el niño no mejoraba, más bien parecía empeorar; entonces el médico insistía: “asegúrense de que rumia las treinta y tres veces con cada lado antes de tragar el bocado”. Desde entonces Paquito se vio acompañado por la monotonía de las sucesiones: él comía y quien le acompañara contaba los bocados. Hasta su abuela, que nunca había sido demasiado hábil para esto de las cuentas, llegó a contar perfectamente los treinta y tres primeros números.

Pero Paquito seguía languideciendo. Las viejas del pueblo, negras como moscas, murmuraban a la sombra de la iglesia diciendo que el niño no pasaría del verano. Nosotros no nos enterábamos de nada de eso. Nosotros a lo nuestro: “Paquitooooooo”.

Un día jugábamos un partido contra los del pueblo de al lado. No había tantos niños de la misma edad en el pueblo, así que tuvimos que ir a por Paquito, en última instancia haría de portero. Mientras unos cuantos rompíamos un cristal del otro lado de la casa haciendo que la abuela dejara su obligación numérica para correr detrás de nosotros con la escoba, otro grupo sacaba a Paquito de la casa por la ventana desde la que nos miraba. Nunca se sabrá la cara que puso la abuela al ver que su nieto se había fugado, nada en comparación con la que habría puesto si hubiera visto a Paquito sentado en el paquete de mi bici, bajando la cuesta a toda velocidad sin frenos y gritando los dos al tiempo: “Paquitoooooo”.

Llegamos al campo a tiempo para el partido. Los del otro equipo ponían cara de duros, tenían sus bicis tiradas junto a los chopos. Habían venido todas las chicas de nuestro pueblo para animar. Antes de empezar el partido le dimos unos guantes a Paquito y le señalamos la portería: Paquito fue el portero. El peor portero que jamás ha tenido ningún equipo. Todas las chicas gritaban “Paquitooooooo” cada vez que los del otro pueblo se acercaban a nuestra portería. Y Paquito ponía toda su atención, pero era en vano. La pelota siempre se colaba entre sus huesos.

Paquito fue nuestro portero. El peor portero del mundo. Pero seguramente el más feliz. Y todos los veranos lo recordamos.

 

 

[Y para terminar, un par de fotos de cuando era niño, en Selas, el paraíso de mi infancia]

 

SelasCerrao

 

SelasEjido